Estamos ante una de esas escenas que apabullan por los incontables detalles en los que uno desea posarse, con el conocimiento y calma que nos brinda la distancia del tiempo. Que la Puerta del Sol siempre tuvo alma de zoco es algo sabido por muchos, por su constante clamor, por las transacciones que se cierran en sus noches y sus días, por el vaivén de personas anónimas que fluye ante nuestros ojos en cuanto cesa el avance de nuestros pies.
El Madrid de comienzos del siglo XX era un choque de trenes entre dos realidades antagónicas, en una dirección la pomposa capital que quería estar a la altura de otras urbes europeas como Londres o París, y en la opuesta, la ciudad de almas y pantalones remendados con cientos de familias que apuraban su existencia en poblados como Las Injurias. Y si en algún de la ciudad esos trenes colisionaban, ése siempre fue la Puerta del Sol. Espacio donde todo y todo siempre tuvieron cabida.
Para comprobarlo, nos detenemos gracias a esta fotografía del Fondo Azpiazu ante este puesto ambulante cuyos remedios parecían, al menos, llamar la atención de no pocas semanas. En un segundo plano, ajeno a aquellos tejemanejes, un mundo de carruajes y tranvías de tracción animal que traqueteaban sobre, los ya desgastados, adoquines de la plaza más famosa de Madrid.
Detrás, en un horizonte desgastado por el tiempo, nos sorprende una pequeña torre situada en lo alto de las todavía presentes Casas de Cordero. Si afinamos la vista, aún podemos distinguir el tendido que desde ella se disparaba sobre los tejados de Madrid. Y es que estamos antes la que fuese la primera central telefónica comercial de Madrid, estuvo allí desde 1887 hasta 1926. ¿Cuántas conversaciones, confesiones y secretos saldrían a través de ellos? ¿De qué hablarían aquellos madrileños del 1900?
Parece claro que estamos ante una imagen imprevista y, sobre todo, natural. Un fogonazo de vida de aquel Madrid al que, me temo, todos volveríamos encantados. Al menos, unas horas.